jueves, 5 de febrero de 2015

Rutinas y ruido

Hacía mucho que no escribía. Dos años. Demasiado. No he encontrado tiempo ni siquiera para eso. Ni un instante en el que ser. En el que detenerme. Todo obligaciones. Todo listas de cosas que hacer, que determinar o que decir. La rutina familiar y laboral convertida en vorágine y el ruido, en sucedáneo del diálogo. El recuento grisáceo de los días -cómo ha sido el tuyo, cómo ha sido el mío, qué tienes en la agenda de mañana- y la contabilidad verbal de una convivencia en la que ya solo recopilamos datos y que, desde su alud de descarnada prosa, me ahoga por momentos.

Intento buscar otras palabras, cambiar la perspectiva, pero no consigo mucho más que aferrarme a duras penas a la realidad para que, al menos, su devenir no me haga más daño del estrictamente necesario. He preferido la invisibilidad de lo anodino a las cicatrices de la lucidez y me refugio en los escasos silencios que me regala el día para convencerme de que todo está bien. O, por lo menos, de que no todo está mal.

En estos meses habido otros hombres. Sí. Demasiados. No sé si en términos absolutos serían muchos o pocos. Pero sí sé que en términos relativos han sido demasiados. Porque han sido más oportunidades de las necesarias. Ocasiones malgastadas con cuerpos y miradas que apenas recuerdo. Intentos de huida que se convierten en nuevas prisiones -la noche incómoda, la excusa repetida, el sexo torpe y la mentira improvisada- y nunca se llevan consigo el dolor que pretendían mitigar.

Quizá por eso hoy he vuelto aquí. A esta pantalla. Porque puede que las palabras -las que él no entiende porque, en realidad, ni siquiera me molesto en pronunciarlas- sí me ayuden a dibujar la identidad que siento desvanecerse a cada paso. La mujer que sé que soy bajo este entramado de obligaciones y etiquetas -madre, esposa, profesional, amante-, categorías léxicas y restrictivamente vitales. Porque solo son una parte del espejo. Porque no me reconozco como una simple suma de todas ellas. Porque me provocan un rencor sordo cuando, firmemente colocadas ante mí, no me permiten verme. Y eso, supongo, es lo único que busco en estas líneas. 

Llegar a verme. O, por lo menos, intentarlo.

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