domingo, 21 de abril de 2013

Ventajas (eróticas) de no saber idiomas

- Conozco a un tío que es ideal para ti.

Bien. Siempre que oigáis esta frase, salid corriendo. 

También podéis reaccionar de formas más adultas:
a) asentir y acudir a la cita propuesta,
b) asentir y buscar excusas infinitas para postergar la cita propuesta,
c) asentir y evitar a la amiga que os haya dicho la frase en cuestión hasta que se olvide la cita propuesta.

En mi caso, que ando un tanto vulnerable últimamente, acabé diciendo que sí a mi amiga Sandra, que vale, que de acuerdo, que tampoco perdía nada por conocer a ese tío que era "ideal para mí".

Los motivos por los que un tío es "ideal" para nosotras según nuestras amigas son también muy diversos aunque, como los mandamientos bíblicos, se resumen en dos: "porque está tan disponible como nosotras y con tantas ganas de amar al prójimo como de amarse a sí mismo". En este caso, por supuesto, mi "tío ideal" cumplía las dos premisas, porque andaba tan necesitado de un polvo como de lamerse las heridas tras el divorcio de su mujer, de la que me habló en el 70% de la cita a ciegas que mantuvimos y que, en realidad, gracias a los abundantes jpg que habíamos intercambiado antes, tampoco fue tan ciega.

Confieso que no habría dicho que sí si no hubiese visto ese reportaje. Aunque habría dicho que no si hubiera sabido que las fotos en las que aparecía con culo más que aceptable eran de, al menos, cinco años atrás. "Antes de la crisis", me dijo. Y me jodió mucho la idea de que la maldita crisis no solo haya arruinado nuestros bolsillos, sino también nuestros mejores culos.

La cena fue espantosamente aburrida, salvo por las interrupciones de un camarero torpe y novato que ni dominaba el español -acabé sabiendo que era holandés- ni el oficio de la hostelería. Hubo suerte y, mientras mi hombre del ex-culo ideal me hablaba de su hijo (como si yo no tuviera bastante con el mío), el camarero derramó (¿por accidente?) una copa sobre él, invitándole a una urgente salida al aseo que yo aproveché para dialogar con el camarero en cuestión.

Este tampoco tenía un culo ideal, pero era mucho más joven que yo (treinta y poquísimos), tenía una mirada un tanto turbia, dos metros de cuerpo por indagar y unas manos enormes que prometían ser mucho más hábiles sobre mi cuerpo que con los platos..., así que, en uno de esos homenajes cinéfilos que me gusta marcarme en mi nueva (y promiscua) vida, le deslicé mi número de móvil en una servilleta. El camarero se rió -le debí de parecer una antigua- y fue mucho más práctico. "Marcho a dos treinta. Ven por mí" y me sonrió de tal modo que superó su tosquedad verbal y me hizo sentir la más deseada Jane en busca de su Tarzán de los Países Bajos.

Mi hombre ideal volvió del baño y retomó el tema por el mismo curso de la ESO -su hijo, un prodigio académico, da para un monólogo- donde lo había dejado. Me inventé una llamada, fingí hablar por un móvil que, por supuesto, no había vibrado y me escapé de allí tan pronto como pude. Refugiada en un bar -en el que, y eso ya ha dejado de sorprenderme, nadie me miró- hice tiempo hasta que llegaron las "dos treinta". 

El resto de la noche, gracias a las dificultades comunicativas entre el camarero -que apenas hablaba español- y yo -que no tengo ni idea de holandés-, fue estupendo. Porque, básicamente, nos limitamos a nuestros cuerpos, a hacer el amor tantas veces como su cuerpo estuvo dispuesto a ello -y, milagros de los treinta, fueron unas cuantas- y a disfrutar del placer que provoca la ausencia de la palabra entre dos ansiosos desconocidos.

Mi hombre ideal -con niño igualmente ideal- ha dejado ya un par de mensajes en mi whatsapp, así que preveo que no va a ser tan fácil quitármelo de encima como yo pensaba. Pero supongo que el silencio lo acabará entendiendo. Solo que el suyo es un silencio de omisión. Y el silencio con mi camarero internacional es un silencio de mutua sumisión. Dos palabras que, por mucho que se parezcan, está claro que no son lo mismo...