martes, 5 de marzo de 2013

Sexo nostálgico

No se por qué dije que sí. 

Se suponía que mi Facebook iba a ser solo para los amigos de verdad, pero pronto se convirtió en un recogetodo en el que cabe gente a la que apenas conozco y a la que, para qué negarlo, tampoco tengo interés alguno en conocer.

Su solicitud era una más. Incluso estuvo a punto de pasarme desapercibida entre las invitaciones a eventos absurdos y a juegos más absurdos todavía. Estuve a punto de aplicarle el mismo "No, ni de coña" que pulso cada vez que me invitan a formar parte de la jodida granja (¿quién coño quiere plantar hortalizas virtuales, por favor?), pero hubo suerte y su pregunta se salvó de la quema.

En las fotos estaba más o menos como lo recordaba. Solo que con veinte años más, claro. Pero la verdad es que Sergio -es un nombre falso, sí, pero es que prefiero seguir siendo prudente...- había madurado tal y como se podía haber esperado que lo hiciera. Verlo en la pantalla me hizo pensar en esos programas fotográficos que te proyectan cómo vas a ser en el futuro. Pues ese, exactamente ese, era su caso.

Seguía siendo delgado. Fibrado. En la universidad practicaba atletismo y algo queda en él de aquellos tiempos (o al menos, eso parecía en las imágenes). Con menos pelo. Rabiosamente corto. Y una perilla -con punto travieso- de hombre interesante que parece que se niega a asumir su madurez. 

Me gustó. Sí. Muchísimo. Y recordé aquellos besos rápidos en el césped de la facultad. Y aquel primer polvo -empecé tarde, supongo- en casa de mis padres un fin de semana en el que tuvieron a bien dejarme el piso solo para mí. Fue todo un desastre, por supuesto, y apenas me dio tiempo a calentar cuando Sergio -me habría gustado que se llamase así: Sergio es un nombre que sí me excita- se corrió demasiado pronto. Y con demasiado ruido.

Era tentador responder su solicitud con un mensaje. Un "te acuerdas" con el que alentar una nostalgia que, en realidad, no es cierta. Pero la nostalgia es una emoción cómoda, porque nos permite construir recuerdos que jamás existieron. Camuflamos la realidad gracias a la fragilidad de la memoria y convertimos en un amor postadolescente lo que no fueron más que unos cuantos magreos de primer año de carrera.

Sergio me siguió el juego. Seguramente ayudó que haya acabado de divorciarse hace apenas unos meses. Que esté en plena bronca legal con su ex. Que le supere todo lo que le esté pasando y que necesite algo con lo que distraerse para no pensar en el presente de mierda que tiene encima.

A mí intentó contármelo, pero le pedí que se frenara. El café para ponernos al día solo era una excusa. Tanto como para pedirle que lo tomásemos en su apartamento. Vacío. Sin apenas nada. El lugar de alguien que ha perdido su sitio y que acaba de aterrizar en un nuevo planeta. Se llama soledad, Sergio. Pero eso mejor se lo cuentas a otra. Yo no he venido a tomar partido. A ella no la conozco. A ti tampoco quiero conocerte. A ti quiero poder inventarte a partir del recuerdo de un amor de juventud que, tú y yo lo sabemos, tampoco fue. De ti solo necesito que me arranques el orgasmo que veinte años atrás no supiste ni siquiera intuir. Y poco más.

Por supuesto, él lo entiende. En el fondo, tampoco ha quedado conmigo para mucho más. La tentación de desahogarse era esperable, pero la frena rápido y cambia sus quejas por caricias. Algo voraces. No es delicado, pero esta vez no me importa la rigidez de su cuerpo, al revés, me excita sentir cómo se tensan sus brazos alrededor de mi cintura, cómo maneja sus piernas -tan anchas como las recordaba- sobre las mías, cómo se abre camino con una aspereza calculada hasta mi sexo, demostrándome que a la fuerza del atleta que fue le ha sumado la técnica del amante que, después, sí ha sabido ser.

Es un encuentro inesperadamente largo. Con un orgasmo inacabable al que sigue la tentación del abrazo. Un beso final en los labios. Suave y demasiado intenso. Pero no es un beso a nadie que no sea esa imagen de una juventud que ya no es. Y que nos gustaría que ahora sí fuera.

Venzo la nostalgia de ese ayer que estamos inventando en este hoy y me visto deprisa. Él ni siquiera se levanta. Enciende un cigarro y me mira erguido en la cama, todavía desnudo, con ese pecho exageradamente fuerte para alguien de su edad. "Nunca dejé el deporte" y se ríe porque le gusta que le mire. Que lo observe. A mí me cuesta no volver la vista hacia atrás -odio volverme sal, odio echar de menos- y con las prisas siento que olvido algo en ese apartamento.

En el taxi, aún nerviosa por un sexo demasiado intenso -hacer el amor se vuelve peligroso cuando se ajustan cuentas con nuestro pasado- miro con calma mi bolso y me doy cuenta de que las llaves de casa no están. Puedo pedirle al taxista que pare. Puedo volver allí. Puedo aguantar la mirada a Sergio y coger esas llaves. O puedo admitir que hay algo en él que hoy ha conseguido desarmarme y decirle que suelte ese puto cigarro y me meta de nuevo en su cama. Entre sus brazos. Entre sus piernas.

Decido que lo mejor será inventar en casa. Así que cuento que las he perdido. Que no sé dónde están. Que lo mejor será cambiar la cerradura. Y Leo, mi marido, suspira con fastidio. Y mi hijo también. Y yo solo pienso en que alguien, ahora mismo, tiene esas llaves y podría entrar con ellas en mi piso. En mi dormitorio. Y, si se lo propusiera, hasta en mi vida.

En adelante, creo que lo único que aceptaré de Facebook serán las invitaciones a esa puta granja. Lo demás es demasiado complicado. Al menos, para mí.