jueves, 21 de febrero de 2013

Solo real

- Es cuestión de actitud.
- Es cuestión de técnica.
- Es cuestión de oportunidad.

No sé quién de los tres -Lorena, Jorge o Inma- tiene razón. Solo sé que si espero a que mis amistades se pongan de acuerdo, lo más probable es que siga instalada en una sequía sexual que no me apetece nada que se perpetúe.

Así que, como he decidido que la cobardía no contribuye a la felicidad, he pensado que quizá no fuera mala idea apostar por esa técnica de la que hablaba Jorge. Le he dejado redactarme un nuevo texto para mi perfil en la página de contactos donde oculto esta identidad que, en realidad, cada vez es más mi verdadero yo y he esperado a que el texto -escueto y contundente- diera resultados.

"Solo sexo. Solo con foto. Solo real."

Se ha hecho esperar mucho más de lo que yo creía. Según Jorge, que está absolutamente enganchado a las aplicaciones gay de su iPhone, el resultado iba a ser inmediato. Pero está claro que a los hombres -hetero- les sigue asustando que nosotras seamos tan directas. Que no nos andemos por las ramas. Que no pretendamos disfrazar de seducción sofisticada lo que queremos que sea solo un rato de sexo de calidad. Evasión sencilla, discreta y, por supuesto, sin consecuencias, para que no haya interferencias con nuestra otra vida (esa vida que llamaría real si no me pareciera, cada día que pasa, más irreal).

"Tengo ganas de sexo. Tengo foto. Soy real."

Tan conciso en su respuesta como en mi reclamo. Una foto aceptable. Una realidad apetecible. De mi edad, calvo y con una nariz prominente. Rasgos en el límite de la asimetría y, sin embargo, profundamente atractivo. Morboso. Con un rostro anguloso y una mirada incisiva que parecía querer atravesarme desde la pantalla. La imagen prometía y mi tarde, cargada de reuniones estúpidas en la discográfica, no lo hacía en absoluto.

"¿Recoges tú al crío? Hay que llevarlo a judo y voy a llegar tarde. Reunión de última hora..."
Leo está escribiendo... En línea... Escribiendo... En línea
"Ok"

A mi marido le ha costado contestarme que sí. Es lo bueno del whatsapp, que ahora sabes cuántas dudas generan tus preguntas -y peticiones- cada vez que las formulas.  Por fin, una vez resuelta la logística familiar, he pasado a concretar las coordenadas del encuentro. 

En su piso. En el centro. A las 19.30. Sin nombres reales.

Mejor así. No quiero darle mi nombre real a nadie. Tampoco a él. Ahora mismo mi nombre real ha dejado de serlo. No existo fuera de la mujer que invento. Y eso, de repente, me hace sentir una libertad que hace demasiado tiempo que no experimentaba.

Abre la puerta. Es más alto que yo. Algo más corpulento de lo que lo imaginaba. Hombros fuertes. Anchos. Me gustan los hombres con las espaldas pronunciadas. Me excitan los cuerpos que, por sus dimensiones, casi amenazan con provocarme vertigo. Barba de un par de días. Cuidadamente descuidada. Camisa ajustada. Entalladísima. Se conserva bien. Y se nota, de un solo vistazo, que se gusta.

- Has sido muy puntual.
- No me gusta que me esperen. Ni que me hagan esperar.

Y él no lo hace. Nos evita la conversación y acerca sus labios a los míos. Una mano rodeando mi cintura y la otra recorriendo mi espalda. No es rudo en sus formas, pero sí algo brusco. Controla los movimientos y le gusta hacer notar su fuerza mientras me devora en un beso que tiene más de animal que de tierno. Por un instante creo que siento miedo. Me pregunto si la fantasía no puede tener una cara oculta y tengo la tentación de separarlo. Marcar territorio.

No lo hago. Después de todo un día batallando y ejerciendo de líder -familiar, personal, laboral- en diferentes ámbitos, me hace sentirme bien esta sensación de dejarse llevar. Este saberse arrastrada hacia la cama. Desnudada con una agilidad que revela un asiduo entrenamiento. Se ve que la seducción rápida la practica tanto como las pesas. Me excita su destreza. Su falta de tacto. No lo necesita. Ni yo tampoco. Hoy no quiero empatía. Hoy quiero morbo. Hoy quiero gritar y sentir que me divido en dos de puro placer. Eso es todo lo que vine a buscar. Lo que intuyo que este hombre puede darme.

La ropa, desordenada en un rincón del pasillo. Nos hemos desnudado por el camino. Es difícil recorrer el camino al dormitorio con la ropa a medio poner. En la cama, decide él la postura. Los movimientos. Las zonas de mi cuerpo que quiere recorrer. Las zonas de su cuerpo que quiere que yo recorra. Me divierte hacer con él ese viaje. Dejarle que me muestre el rumbo y convertirme en el objeto de su deseo. Me gusta sentir, desde el primer contacto, esa gigantesca erección que no baja ni un segundo en todo el encuentro. Esa prueba brutal -me gusta cuando tan solo somos animales- de que esto que sucede aquí es real. Sí. Solo real. Desde mi irrealidad.

Y gimo. Y grito. Y no permito que el pudor me impida disfrutar del momento. Y él se muestra orgulloso ante mi rendición. Porque su orgasmo no es el momento en que, finalmente, se corre. No, su orgasmo viene justo después del mío. Cuando descubre que ha conseguido su objetivo. Que ha triunfado con sus maneras dominantes y secas. Cuando se sabe objeto deseable del objeto que antes fue deseado. Ahí reside todo su placer. Y, en su reflejo, el mío.

Luego, en el taxi, siento un olor pegajoso a él. A su dormitorio. A esas sábanas. Al sexo juntos. Pienso que debería haberme duchado antes de volver a vestirme, pero el tiempo -siempre el tiempo- hacía que fuera mala idea. Necesitaba volver a casa a una hora razonable. Ahora solo me pregunto si ese olor -esa sensación de llevar la mentira puesta encima- no será una obviedad mucho mayor que la de unos cuantos minutos de retraso.

Pero, por primera vez en mucho tiempo, ni siquiera eso me importa lo bastante. Hoy no. Hoy ha sido tan excitante como, aunque me cueste admitirlo, casi adictivo. Porque empiezo a no saber hasta qué punto quiero que mi vida real siga siendo la que es. Quizá lo que necesito es asumir que mi realidad -la que deseo- está en otra parte. En otros cuerpos. Y en otro olor.

lunes, 11 de febrero de 2013

Usos (eróticos) de Twitter

No sé por qué empecé a tuitear. Es más, ni siquiera sé cómo empecé a hacerlo.

- Es fácil.
- ¿Tú crees, Lorena?
- Hija, que sí. ¿En la discográfica no lo hacéis todos?
- Hay un community manager solo para eso.
- Tienes que abrirte un perfil y probarlo, Gaby. Es divertido.
- No sé por qué, pero dudo mucho que lo sea.

Y lo seguí dudando al principio, hasta que me di cuenta de que aquello que yo escribía sí que era leído y se convertía en un cauce de comunicación con más gente -en realidad, con más avatares: ¿alguien sabe de veras quiénes somos?- en una vorágine creciente que, a su vez, tuvo la culpa del nacimiento de este blog. Supongo que mi anonimia tuitera -porque no soy de las que da su nombre real en la red: eso limitaría mis confesiones- me permite ahorrarme un psicólogo y compartir mis obsesiones, deseos, fantasías y reflexiones con quienes, para mi sorpresa, tienen algo en común conmigo.

Lo que no sabía es que el consejo de Lorena tendría, además, otro tipo de consecuencias. Consecuencias como la de recibir mensajes directos -MD o DM, que nunca sé cómo tengo que llamarlos- de alguien que, solo por sus palabras, ha conseguido intrigarme.

Como yo, no tiene una foto nítida de sí mismo y, desde luego, dudo que su nick sea su nombre real. Pero eso, precisamente eso, forma parte de su magnetismo. No ha usado los halagos convencionales ni -gracias: estoy cansada de tanto circunloquio- ha dado rodeos para camuflar sus intenciones. Creo que las suyas son tan físicas como las mías, aunque sigamos empleando palabras como café o copa cuando queremos decir sudor y sábanas. Eso no importa. El código de la seducción es tan evidente que no se necesita traducción simultánea.

De momento solo tenemos un nutrido intercambio de mensajes y, en mi caso, el miedo de que tanta excitación tuitera -¿esto no es la versión 2.0 de la novela epistolar de toda la vida...?- se quede en nada cuando nos conozcamos. Porque quizá él no me imagine como soy o quizá yo le invento ahora como no es.

El caso es que, después de nuestra conversación, hasta he sentido ganas de acostarme con Leo. Y no porque hubiera más o menos deseo que otras noches -esa palabra hace siglos que murió entre nosotros-, sino porque necesitaba ahogar las ganas que se habían quedado insatisfechas mientras me escribía con mi internauta. "El de los lunes, no me olvides", eso ha escrito. Y a mí, esa idea de tener a alguien al otro lado dispuesto a excitarme para que mis lunes dejen de serlo me ha resultado tan morbosa como apetecible.

El sexo con Leo, la verdad, ha resultado tan rutinario y mecánico como de costumbre, pero imaginarlo con otra identidad diferente a la suya ha conseguido que mi orgasmo no fuera tan tímido, sino un poco más salvaje y, sobre todo, algo menos organizado y previsible. 

No sé qué será lo siguiente. Ni qué le propondré "al de los lunes". Pero es la primera vez que siento que me produce un intenso morbo algo que no deja de ser sencillamente virtual. Y no es que me conforme con el sexo on line, es que empiezo a creer que no me disgusta sumarlo -como un juego más- a la lista de sexos posibles. Y de fantasías necesarias.

Al menos, hasta que deje de suceder en la pantalla y empiece a suceder en una cama. Pero eso, supongo, vendrá después de algún que otro tuit más. Y hasta tendrá -si el sexo es lo suficientemente bueno- su propio hashtag.

Un encuentro (nada) casual

- Es ideal para ti.
- ¿Quién?
- Adolfo.
No me gustan los tíos que se llaman Adolfo. Quizá porque mi primer novio se llamaba así y, como casi todos los primeros novios, era un completo imbécil. 
- ¿Entonces qué?
- ¿Qué de qué?
- Que si quieres que te organice un encuentro.
Jorge está empeñado en que tengo que conocer a alguien. Así que ahora ha decidido organizarme citas con tíos de su sector (teatral), y no es que en él abunde la mercancía hetero, pero a veces sí se pueden encontrar ciertos productos apetecibles.
- Hablas como una jodida comercial.
- Soy una jodida comercial.
- Venga, Gaby, no te simplifiques.
- ¿Adolfo, has dicho?
El encuentro casual ha sido de todo menos casual. Nos hemos encontrado a la salida de una de las obras que produce Jorge. Últimamente le pasa lo mismo que a mí en la discográfica: no lanzamos un solo producto que merezca la pena, así que era difícil explicar qué coño hacíamos los tres viendo semejante obra con semejante público. En teoría, a Jorge le sobraban dos invitaciones -gran excusa...- y por eso hemos acabado sentados en la misma fila viendo un espantoso vodevil sobre mujeres en crisis y con unto insufriblemente rancio y machista.
- Es lo que vende, Gaby.
- Pues es una mierda.
- Eso también.
Jorge no se molesta con mis comentarios. Ni yo con los suyos. Jorge y yo nos queremos demasiado como para no decirnos ciertas verdades. Tampoco todas, claro, que hay verdades que es mejor guardarse para sí.
- Os voy a tener que dejar.
- ¿Y eso, Jorge?
- Hugo, mi ex. Hemos quedado para hablar.
- ¿Hablar de qué?
- No te alarmes, Gaby. Solo vamos a hablar.
- Hablar siempre termina haciendo daño...
- No soy tan débil.
- No he dicho que lo seas.
Adolfo y yo nos hemos quedado a solas, claro. El plan estaba más que diseñado desde un principio, así que tampoco nos hemos molestado en fingir excesiva sorpresa. Yo, durante la función, ya le había hecho un examen completo. Manos fuertes -mi fetiche predilecto-, buen culo, piernas anchas y posiblemente musculadas, piel morena, una barba cuidadosamente descuidada, ojos grandes y expresivos, labios quizá excesivamente delgados -los prefiero carnosos- y espaldas anchas de un hombre habituado a pasar diariamente por el gimnasio. Y no sé si ha sido al imaginármelo en la sala de máquinas, o si me ha convencido su sentido del humor al parodiar el horror teatral al que hemos asistido, o si la culpa la ha tenido mi necesidad de acabar el domingo con algo que fuera mucho menos gris que todo cuanto me había dejado en casa... No sé. No tengo ni idea de en qué momento he perdido la cabeza, pero he terminado dejando que me llevara en coche a casa y he dejado que ese coche nos convirtiera en dos adolescentes que no tienen sitio para echar un polvo y que se conforman con unos cuantos besos y restregones entre el volante y la palanca de cambios.
No sé si ha sido o no muy excitante, aunque ha habido un segundo en que casi le arranco la camisa de pura ansiedad -estaba deseando comprobar si su pecho estaría tan bien dibujado como parece estarlo su espalda- y me he agarrado con fuerza a sus piernas para saber si puedo esperar de sus muslos -y de sus abultados gemelos- que sean tan dominantes como prometen, pero pronto me he dado cuenta de que tanto ajetreo físico quizá no era lo más sensato justo a unos metros de mi casa, porque podía pasar alguien que nos viese, porque quizá no tengo edad para eso de semifollar con alguien en un coche o porque -simplemente- prefiero follar de verdad -y sin medias tintas- en una buena cama.
Adolfo creo que piensa lo mismo. Pero su mujer, no. Así que, de momento, o nos contentamos con restregarnos en uno de nuestros coches, o nos reservamos una habitación de hotel -no sé por qué, pero eso me da algo más de pereza o hasta de culpa- o nos esperamos a que uno de nuestros cónyuges se vaya de viaje de trabajo y nos deje vía libre para terminar lo que hoy solamente hemos empezado.
A mí su nombre me sigue pareciendo horrible. Pero sus piernas, la verdad, han compensado con creces mi fobia onomástica. Total, si tan fácil me resulta mentir a mi entorno, mucho más sencillo debe de ser inventarle a Adolfo un nuevo nombre. Eso, ahora mismo, creo que es lo de menos.

jueves, 7 de febrero de 2013

Sexo de salón

Que sí, que los he buscado y no he visto ni uno. Para mí que lo de los follamigos es una leyenda urbana, al menos, entre las de mi generación. O no, no sé, porque según Lorena la que tiene el problema soy yo, que me empeño en llevarlo todo al terreno de lo emocional. Bueno, eso dice ella, porque yo no creo que buscar un simple polvo sea nada emocional. Sobre todo ahora que no busco enamorarme. Ni apasionarme. Ni nada que no sea excitarme y pasar un buen rato con alguien que me saque de este jodido bucle de lo cotidiano.

- Prueba otra cosa.
- ¿Como qué, Jorge?
Y Jorge se calla, porque es más cómodo el consejo genérico que el consejo práctico, dónde va a parar.
- ¿Alguien del pasado?
- Me da pereza.
- Es factible.
- Es insensato.
- Depende.
- ¿De qué?
- De quién escojas. A mí, a veces, hasta me da buen resultado.

Pero eso no me sirve. No me sirve porque Jorge ha terminado siendo amigo del 90% de sus ex, algo que -en mi caso- se reduce al porcentaje contrario. Ni he tenido tantas relaciones -o Leo apareció demasiado pronto o yo me casé demasiado rápido- ni las he terminado tan civilizadamente. 

- Pues prueba con alguien que hayas conocido en estos años. Alguno con el que no pasara nada pero sí que pudiera haber pasado.
- No hay tantos.
- Venga ya... Siempre los hay. Y en tu trabajo, más.

En mi trabajo, la verdad, hay más mitos -como el de los follamigos- que realidades tangibles. Porque entre los cantantes gays que vendemos como si no lo fueran, las cantantes mimadas que vendemos como si fueran las artistas que no son y algún que otro productor y agente tan hetero como cutre y rijoso no ha habido demasiado donde elegir. Claro que he conocido hombres que merecían la pena, pero o ya estaban con alguien o, si no lo estaban, no se interesaban lo más mínimo en mí.

- Piensa un poco, Gaby.
- Estoy harta de pensar tanto... Ni siquiera para echar un polvo me libro de pensar, joder.
Porque podría ser algo casual. O hasta podría repetirse un error como el del otro día con mi aspirante a estrella... Pero no es lo habitual. Lo habitual es que no me mire ni dios. Y que yo me muera por sentirme mirada. Mierda. Y deseada.
- Busca en tu agenda. En el móvil todos tenemos muchos más números de los que usamos... Seguro que hay alguno que te venga bien precisamente ahora.

Y por eso lo he hecho. Por eso he pulsado sobre el nombre de Armando, porque estaba en la A y porque he recordado que, sin ser nada del otro mundo, sí que lo pasamos bien aquel festival de tecno donde nos tocó tragarnos una música que ambos odiamos y que, sin embargo, dejó unos abultados beneficios en nuestras respectivas empresas.

Podía haberle llamado (qué pereza: odio eso de "¿qué tal todo?" con un "todo" que nunca sé a qué se refiere), podía haberle escrito un e-mail (qué coñazo: como si no tuviera bastante con los que mando en mi trabajo) o podía mandarle un simple whatsapp y tantear el terreno. Teniendo en cuenta mi necesidad de minimizar esfuerzos y maximizar logros he optado, lógicamente, por lo tercero.

"Te acuerdas de mí?"
Seguro que no, pero supongo que habrá hecho memoria -o habrá buscado mi nombre en su Facebook- mientras se pensaba qué contestar.
"Claro :-)"
"Todo bien?"
Mi "todo" no se refería a nada, pero era lo más fácil. No sé, no se me ocurre nunca qué decir en casos como este.
"Sí. Y tú? ;-)"
Sus emoticonos iban subiendo de tono (de la sonrisa al guiño), así que he cruzado los dedos confiando en que fuera rápido interpretando las señales (nada sutiles, por otro lado: mujer con la que hubo tonteo hace unos meses te manda un mensaje que no viene a cuento un día que no te lo esperas en absoluto...) y deseando que no me tocara a mí dar el siguiente paso.
"Sí. Lo normal"
La frase no ha sido seductora. Ni siquiera sugerente. Pero no me ha salido otra cosa. Estaba en el trabajo, cerrando una gira y escribiéndole un mail a Leo para que recogiese él a Adri cuando saliera de su entrenamiento (los miércoles lo llevamos a una sesión intensiva de judo para ver si se desfoga allí y se comunica con alguien, aunque sea a golpes).
"Y qué querías? ;-)"
Un polvo. Sí, eso quería. Yo quería un polvo.
"No sé... Qué me propones?"
Odio hacerme la tonta, pero he aprendido que ellos prefieren que finjamos serlo. Todos dicen que no, pero -como casi todo lo que dicen- mienten.
"Se me ocurre una idea... Te la cuento en mi casa? :-) ;-) :-)"
No sé qué me ha parecido menos sutil, si el sintagma "en mi casa" o el emoticono triple, pero como no buscaba sutileza -más bien, lo contrario- le he dicho que sí.

No hemos hablado gran cosa. Me he limitado a entrar, a quitarme el abrigo, a pedirle una copa y, tan pronto como me la ha dado, le he dejado que arriesgara acercando su mano a mi cintura. Mientras lo hacía he pensado, durante un segundo, que Armando no era ni tan atractivo, ni tan especial, ni siquiera tan alto como lo recordaba. Pero ese segundo se ha desvanecido en cuanto he sentido sus labios en mi cuello. Me ha gustado que comenzara allí, con una voracidad calculada, con sus manos agarrando con fuerza mi cintura, con su sexo apretándose contra mi cuerpo y exigiendo una desnudez que ha sido casi inmediata. Me ha excitado ir dejando la ropa con torpeza por el pasillo de su casa, sumar el morbo y la urgencia del sexo inmediato con la comicidad -sus pantalones por los tobillos, mis botones obstinados en no dejarse desabrochar- de la improvisación. Ni siquiera hemos sido capaces de llegar a su cama, nos hemos conformado con caer como dos adolescentes en el sofá, en medio del salón, quizá porque el dormitorio quedaba demasiado lejos o porque los dos estábamos demasiado excitados como para prolongar el recorrido. Y mientras recorría cada centímetro de mi piel, no he tenido tiempo de volver a pensar si Armando era o no como yo lo recordaba, porque empujaba con fuerza, sin darme más opción que la de agarrarme a su cuerpo para seguir el ritmo endiablado de sus manos, de sus piernas -mucho mejor torneadas y fuertes de lo que imaginé-, de un cuerpo que disfrutaba coordinando -con tosquedad y eficacia- nuestra coreografía. Había algo de brutalidad controlada en sus gestos, hasta en las palabras -fuertes, sucias, necesarias- que ha deslizado en mis oídos mientras me penetraba con más furia que pasión. Yo no buscaba lo segundo, así que he disfrutado salvajemente de lo primero. Quizá porque no buscaba nada más. O quizá porque justo eso es lo que llevo años buscando sin saberlo.

No sé si voy a volver a verlo o no aunque, lo confieso, ahora mismo me encantaría poder hacerlo. Incluso puede que esta noche invite a Leo a una ración de sexo con la que, sin saberlo, me ayudará a apagar la ansiedad -¿deseo?- que me provoca el recuerdo del cuerpo de Armando sobre el mío.

Yo, por si acaso, ya lo he anotado en una nueva lista recién creada dentro de mi agenda. La lista se llama follamigos y, hasta la fecha, Armando es su único -y más destacado- miembro.

lunes, 4 de febrero de 2013

Afterwork

- ¿Por qué no te vienes?
- Tengo prisa, Lorena.
- ¿Y eso?

No ha sabido qué contestar. ¿Que tendría que haberle dicho? ¿Que siempre tengo prisa? ¿Que me paso la vida corriendo de un lado para otro ejerciendo de profesionalmadreesposa perfecta las veinticuatro horas del día? No, a Lorena no le puedo contar según qué cosas, porque entonces me suelta su discurso de lo bien que se ve la vida desde su atalaya de la independencia, y de lo realizada que se siente, y de lo maravilloso que es no tener a nadie invadiendo tu espacio. Y no digo que no sea cierto -ella sabrá, aunque de vez en cuando se le escape un mohín de envidia cuando se cruza con nosotros alguna pareja empalagosa-, pero tampoco es lo busco que me digan.

- Está bien... Solo un rato.
- Perfecto. Será divertido.

Y yo sabía que no iba a serlo, pero he querido creerme que sí. Así que he salido de la discográfica, he aguantado la mala cara de Alejo -mi jefe- cuando me ha visto salir a mi hora y después he soportado la voz de disgusto de Leo cuando le he pedido que se encargase él esta tarde de nuestro hijo.

- Tengo planes, Gaby.
- Ya, Leo. Y yo. Por eso te pido que hoy te ocupes de él tú.

Creo que ha soltado un joder antes del venga, un beso, pero tampoco me ha importado demasiado. Ya estaba convencida de que los gintonics con Lorena eran una idea estupenda y yo, una vez que me convenzo de algo, soy imparable. En fin, así me va...

El local al que me ha llevado para nuestra sesión de afterwork -¿por qué tenemos que bautizarlo todo con anglicismos estúpidos?- es un sitio de esos que se creen modernos y que, en realidad, son perfectamente vulgares. El gintonic, mediocre. Y la clientela, más. 

- No me dirás que no prefieres esto a seguir buscando rollos en internet.
- Yo no he dicho que esté buscando en internet.
- Dijiste que pensabas hacerlo.
- ¿Es que tú haces siempre lo piensas?
- Coño, Gaby, qué suspicaz estás, ¿no? Anda, relájate.

Pero no había forma de relajarse en esa marea de trajes y corbatas casi tan pretenciosos como el propio local. Trajes que querían ser italianos y corbatas que quisieron ser Hermès pero que se quedaron en Primark. Y no, no es que yo busque un alto ejecutivo, ni mucho menos, pero sí busco alguien que sea coherente, un poco -aunque solo sea un poco- genuino, alguien que sea real, no una jodida imitación -con o sin etiqueta de luxe- de otro alguien. 

Lo malo es que, en la hora y media que he pasado en ese bar, me he dado cuenta de que no importa demasiado qué busco. Lo que importa es que, de un tiempo a esta parte, nadie me busca a mí. Me he sentido, literalmente, invisible. Transparente en medio de esa marea humana de hombres que, estoy segura, buscaban más un polvo que una copa. Pero, por supuesto, las propuestas o, cuando menos, los intercambios verbales han ido a parar a las más jóvenes. Esas que todavía están en los treinta -asquerosamente seguras de sí mismas: ¿yo de verdad lo estuve alguna vez?- y que no se imaginan que a mis cuarenta y ocho se volverán mujeres invisibles, ajenas a ese mundo en el que todavía te invitan a una copa o, por lo menos, te sugieren compartirla.

- ¿A que te alegras de haber venido?

Pues no, Lorena, no. No me alegra haber comprobado que 1) no me interesa el mercado masculino (al menos, el disponible) y 2) yo tampoco le intereso nada a él. Para eso habría preferido tomarme mi copa de vino de cada tarde frente al portátil, sentada en mi salón mientras mi hijo finge que hace los deberes en su cuarto, distraída y chateando con alguien a quien puedo imaginar menos vulgar -sin traje, sin corbata, sin maletín- y sintiendo que, mientras que ese alguien no vea mi yo real, aún estoy a salvo. Aún existe la posibilidad de que ese sexo que imagino -y que cada día necesito un poco más- sí llegue a suceder. 

domingo, 3 de febrero de 2013

Malditos domingos

Lo único que me gusta del domingo es, básicamente, que se acaba. 

Que se acaba, sí, y que luego llega el lunes. Y el lunes significa madrugar, soltar a mi hijo -ese adolescente que gruñe cuando el volumen de su iPod le permite escucharme- en la puerta de su instituto, irme al trabajo, aguantar a mi compañera la trepa, a mi jefe el patán -por muchas ínfulas que tenga de gran productor musical- y creerme que hago algo interesante mientras me olvido de todo lo que suene a vida familiar

Los domingos, la vida familiar acabará matándome por sobredosis. Porque no basta con que sean el día más absurdo de la semana, no, también son el día de la comida en casa de mis suegros. O peor aún, como hoy, en casa de mi madre, esa mujer a la que no le lleva más de un par de frases recordarme lo imperfecta que soy, lo poco atenta que soy, lo pésima hija única que soy. Claro que el plan en casa de Leo tampoco mejora demasiado, aunque tenga más gracia sentirse un simple testigo de las trifulcas con su hermano Manu o aguantar las batallitas de su señor padre, que parece sacado del más aburrido de los episodios de Cuéntame.

- Pues vente conmigo, Gaby.
- ¿Contigo adónde, Jorge?
- A la Latina. No te imaginas cómo está los domingos. Hasta arriba.
- De gays.
- De todo.
- De todos los gays, querrás decir.
- ¿Y tú desde cuándo te has vuelto así de homófoba?
- No seas capullo.
- Hija, sí, la mayoría somos del gremio, pero no solo. También hay mucha amiga.
- Genial.

Sí, me gusta que mi mejor amigo me invite a una convención de gays y mariliendres. Y no porque no me lo pase bien -es más, a mí lo de ser mariliendre hasta me parece divertido y eso-, sino porque no me compensa inventarme una excusa para escaparme de la vida familiar si, al final, todo se va a resumir en ver cómo liga él, cómo tontea él y cómo termina consiguiendo algo él. Aquí, la que quiere empezar a conseguir algo de verdad, soy yo.

- Siempre hay algún hetero.
- Ya. Y seguro que los que hay, si es que los  hay, se vuelven locos por las tías de mi edad.
- Tú y yo tenemos la misma.
- Para vosotros es otra cosa.
- Eso es un tópico.
- Sí, Jorge, y la putada de los tópicos es que la mayoría suele ser verdad.
- Cada día estás más camionera, cielo.

Será el Badoo, que cualquier día se me acaba pegando hasta la desidia ortográfica y abandono la tilde. O será que me he embrutecido tras preguntarle a mi hijo cuatro veces la misma lección de Sociales, que digo yo que no debería ser tan complicado y que no sé si la culpa es del sistema, o es de sus profesores, o es de su libro de texto, o del volumen de su  maldito iPod, pero no acabo de entender que un chico de quince años necesite que yo le haga de niñera durante todo lo que dura el curso escolar, que cada vez que lo suspenden me sale un "Pero si nos lo sabíamos perfectamente" que revela hasta qué punto me estoy examinando de la ESO con él.

- Deberías venirte.
- Eso puedo hacerlo cualquier otro día.
- Allí no. La Sixta solo se pone así en domingo.
- Mi problema no es el lugar, Jorge. Mi problema es...
- ¿Cuál?
- Comemos esta semana, ¿vale? Así hablamos.
- No deberías chutarte tanto domingo familiar en vena.
- Me gusta vivir al límite, ya sabes.

Y sí, sí vivo al límite, y me quedo en casa haciendo los infinitos deberes de las infinitas asignaturas de mi hijo -no sé cómo coño sabe tan poco de todo con la cantidad de cosas que supuestamente estudia- y viendo cómo mi marido se sienta a tan solo unos metros de nosotros, ojeando el dominical, o mirando la televisión, o jugueteando con su iPad. No sé, sentado tan cerca de mí y, cada vez que lo miro, tan lejos.

En solo quince minutos cenaremos. Me aseguraré de que mi hijo prepara las cosas de mañana (¿lo sobreprotejo? ¿es eso?) y meteré algún capítulo de algo en el dvd para verlo con Leo. Él fingirá que le interesa y yo fingiré que lo miro mientras buceo en Twitter, o busco en Facebook o envío algún whatsapp. Compartiremos serie y espacio, pero no pensamientos. Y nos iremos a la cama con la apatía de casi siempre, sin un maldito polvo que haga que este domingo no sea tan olvidable.

Mañana, cuando suene el despertador, tendré la extraña sensación de que mi vida sí que vuelve a empezar y, aunque no me entusiasme que todo se repita -maldito seas Sísifo-, el lunes habrá evitado que el domingo acabe conmigo definitivamente. Al menos, de momento.