domingo, 3 de febrero de 2013

Malditos domingos

Lo único que me gusta del domingo es, básicamente, que se acaba. 

Que se acaba, sí, y que luego llega el lunes. Y el lunes significa madrugar, soltar a mi hijo -ese adolescente que gruñe cuando el volumen de su iPod le permite escucharme- en la puerta de su instituto, irme al trabajo, aguantar a mi compañera la trepa, a mi jefe el patán -por muchas ínfulas que tenga de gran productor musical- y creerme que hago algo interesante mientras me olvido de todo lo que suene a vida familiar

Los domingos, la vida familiar acabará matándome por sobredosis. Porque no basta con que sean el día más absurdo de la semana, no, también son el día de la comida en casa de mis suegros. O peor aún, como hoy, en casa de mi madre, esa mujer a la que no le lleva más de un par de frases recordarme lo imperfecta que soy, lo poco atenta que soy, lo pésima hija única que soy. Claro que el plan en casa de Leo tampoco mejora demasiado, aunque tenga más gracia sentirse un simple testigo de las trifulcas con su hermano Manu o aguantar las batallitas de su señor padre, que parece sacado del más aburrido de los episodios de Cuéntame.

- Pues vente conmigo, Gaby.
- ¿Contigo adónde, Jorge?
- A la Latina. No te imaginas cómo está los domingos. Hasta arriba.
- De gays.
- De todo.
- De todos los gays, querrás decir.
- ¿Y tú desde cuándo te has vuelto así de homófoba?
- No seas capullo.
- Hija, sí, la mayoría somos del gremio, pero no solo. También hay mucha amiga.
- Genial.

Sí, me gusta que mi mejor amigo me invite a una convención de gays y mariliendres. Y no porque no me lo pase bien -es más, a mí lo de ser mariliendre hasta me parece divertido y eso-, sino porque no me compensa inventarme una excusa para escaparme de la vida familiar si, al final, todo se va a resumir en ver cómo liga él, cómo tontea él y cómo termina consiguiendo algo él. Aquí, la que quiere empezar a conseguir algo de verdad, soy yo.

- Siempre hay algún hetero.
- Ya. Y seguro que los que hay, si es que los  hay, se vuelven locos por las tías de mi edad.
- Tú y yo tenemos la misma.
- Para vosotros es otra cosa.
- Eso es un tópico.
- Sí, Jorge, y la putada de los tópicos es que la mayoría suele ser verdad.
- Cada día estás más camionera, cielo.

Será el Badoo, que cualquier día se me acaba pegando hasta la desidia ortográfica y abandono la tilde. O será que me he embrutecido tras preguntarle a mi hijo cuatro veces la misma lección de Sociales, que digo yo que no debería ser tan complicado y que no sé si la culpa es del sistema, o es de sus profesores, o es de su libro de texto, o del volumen de su  maldito iPod, pero no acabo de entender que un chico de quince años necesite que yo le haga de niñera durante todo lo que dura el curso escolar, que cada vez que lo suspenden me sale un "Pero si nos lo sabíamos perfectamente" que revela hasta qué punto me estoy examinando de la ESO con él.

- Deberías venirte.
- Eso puedo hacerlo cualquier otro día.
- Allí no. La Sixta solo se pone así en domingo.
- Mi problema no es el lugar, Jorge. Mi problema es...
- ¿Cuál?
- Comemos esta semana, ¿vale? Así hablamos.
- No deberías chutarte tanto domingo familiar en vena.
- Me gusta vivir al límite, ya sabes.

Y sí, sí vivo al límite, y me quedo en casa haciendo los infinitos deberes de las infinitas asignaturas de mi hijo -no sé cómo coño sabe tan poco de todo con la cantidad de cosas que supuestamente estudia- y viendo cómo mi marido se sienta a tan solo unos metros de nosotros, ojeando el dominical, o mirando la televisión, o jugueteando con su iPad. No sé, sentado tan cerca de mí y, cada vez que lo miro, tan lejos.

En solo quince minutos cenaremos. Me aseguraré de que mi hijo prepara las cosas de mañana (¿lo sobreprotejo? ¿es eso?) y meteré algún capítulo de algo en el dvd para verlo con Leo. Él fingirá que le interesa y yo fingiré que lo miro mientras buceo en Twitter, o busco en Facebook o envío algún whatsapp. Compartiremos serie y espacio, pero no pensamientos. Y nos iremos a la cama con la apatía de casi siempre, sin un maldito polvo que haga que este domingo no sea tan olvidable.

Mañana, cuando suene el despertador, tendré la extraña sensación de que mi vida sí que vuelve a empezar y, aunque no me entusiasme que todo se repita -maldito seas Sísifo-, el lunes habrá evitado que el domingo acabe conmigo definitivamente. Al menos, de momento. 

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