- Es cuestión de actitud.
- Es cuestión de técnica.
- Es cuestión de oportunidad.
No sé quién de los tres -Lorena, Jorge o Inma- tiene razón. Solo sé que si espero a que mis amistades se pongan de acuerdo, lo más probable es que siga instalada en una sequía sexual que no me apetece nada que se perpetúe.
Así que, como he decidido que la cobardía no contribuye a la felicidad, he pensado que quizá no fuera mala idea apostar por esa técnica de la que hablaba Jorge. Le he dejado redactarme un nuevo texto para mi perfil en la página de contactos donde oculto esta identidad que, en realidad, cada vez es más mi verdadero yo y he esperado a que el texto -escueto y contundente- diera resultados.
"Solo sexo. Solo con foto. Solo real."
Se ha hecho esperar mucho más de lo que yo creía. Según Jorge, que está absolutamente enganchado a las aplicaciones gay de su iPhone, el resultado iba a ser inmediato. Pero está claro que a los hombres -hetero- les sigue asustando que nosotras seamos tan directas. Que no nos andemos por las ramas. Que no pretendamos disfrazar de seducción sofisticada lo que queremos que sea solo un rato de sexo de calidad. Evasión sencilla, discreta y, por supuesto, sin consecuencias, para que no haya interferencias con nuestra otra vida (esa vida que llamaría real si no me pareciera, cada día que pasa, más irreal).
"Tengo ganas de sexo. Tengo foto. Soy real."
Tan conciso en su respuesta como en mi reclamo. Una foto aceptable. Una realidad apetecible. De mi edad, calvo y con una nariz prominente. Rasgos en el límite de la asimetría y, sin embargo, profundamente atractivo. Morboso. Con un rostro anguloso y una mirada incisiva que parecía querer atravesarme desde la pantalla. La imagen prometía y mi tarde, cargada de reuniones estúpidas en la discográfica, no lo hacía en absoluto.
"¿Recoges tú al crío? Hay que llevarlo a judo y voy a llegar tarde. Reunión de última hora..."
Leo está escribiendo... En línea... Escribiendo... En línea
"Ok"
A mi marido le ha costado contestarme que sí. Es lo bueno del whatsapp, que ahora sabes cuántas dudas generan tus preguntas -y peticiones- cada vez que las formulas. Por fin, una vez resuelta la logística familiar, he pasado a concretar las coordenadas del encuentro.
En su piso. En el centro. A las 19.30. Sin nombres reales.
Mejor así. No quiero darle mi nombre real a nadie. Tampoco a él. Ahora mismo mi nombre real ha dejado de serlo. No existo fuera de la mujer que invento. Y eso, de repente, me hace sentir una libertad que hace demasiado tiempo que no experimentaba.
Abre la puerta. Es más alto que yo. Algo más corpulento de lo que lo imaginaba. Hombros fuertes. Anchos. Me gustan los hombres con las espaldas pronunciadas. Me excitan los cuerpos que, por sus dimensiones, casi amenazan con provocarme vertigo. Barba de un par de días. Cuidadamente descuidada. Camisa ajustada. Entalladísima. Se conserva bien. Y se nota, de un solo vistazo, que se gusta.
- Has sido muy puntual.
- No me gusta que me esperen. Ni que me hagan esperar.
Y él no lo hace. Nos evita la conversación y acerca sus labios a los míos. Una mano rodeando mi cintura y la otra recorriendo mi espalda. No es rudo en sus formas, pero sí algo brusco. Controla los movimientos y le gusta hacer notar su fuerza mientras me devora en un beso que tiene más de animal que de tierno. Por un instante creo que siento miedo. Me pregunto si la fantasía no puede tener una cara oculta y tengo la tentación de separarlo. Marcar territorio.
No lo hago. Después de todo un día batallando y ejerciendo de líder -familiar, personal, laboral- en diferentes ámbitos, me hace sentirme bien esta sensación de dejarse llevar. Este saberse arrastrada hacia la cama. Desnudada con una agilidad que revela un asiduo entrenamiento. Se ve que la seducción rápida la practica tanto como las pesas. Me excita su destreza. Su falta de tacto. No lo necesita. Ni yo tampoco. Hoy no quiero empatía. Hoy quiero morbo. Hoy quiero gritar y sentir que me divido en dos de puro placer. Eso es todo lo que vine a buscar. Lo que intuyo que este hombre puede darme.
La ropa, desordenada en un rincón del pasillo. Nos hemos desnudado por el camino. Es difícil recorrer el camino al dormitorio con la ropa a medio poner. En la cama, decide él la postura. Los movimientos. Las zonas de mi cuerpo que quiere recorrer. Las zonas de su cuerpo que quiere que yo recorra. Me divierte hacer con él ese viaje. Dejarle que me muestre el rumbo y convertirme en el objeto de su deseo. Me gusta sentir, desde el primer contacto, esa gigantesca erección que no baja ni un segundo en todo el encuentro. Esa prueba brutal -me gusta cuando tan solo somos animales- de que esto que sucede aquí es real. Sí. Solo real. Desde mi irrealidad.
Y gimo. Y grito. Y no permito que el pudor me impida disfrutar del momento. Y él se muestra orgulloso ante mi rendición. Porque su orgasmo no es el momento en que, finalmente, se corre. No, su orgasmo viene justo después del mío. Cuando descubre que ha conseguido su objetivo. Que ha triunfado con sus maneras dominantes y secas. Cuando se sabe objeto deseable del objeto que antes fue deseado. Ahí reside todo su placer. Y, en su reflejo, el mío.
Luego, en el taxi, siento un olor pegajoso a él. A su dormitorio. A esas sábanas. Al sexo juntos. Pienso que debería haberme duchado antes de volver a vestirme, pero el tiempo -siempre el tiempo- hacía que fuera mala idea. Necesitaba volver a casa a una hora razonable. Ahora solo me pregunto si ese olor -esa sensación de llevar la mentira puesta encima- no será una obviedad mucho mayor que la de unos cuantos minutos de retraso.
Pero, por primera vez en mucho tiempo, ni siquiera eso me importa lo bastante. Hoy no. Hoy ha sido tan excitante como, aunque me cueste admitirlo, casi adictivo. Porque empiezo a no saber hasta qué punto quiero que mi vida real siga siendo la que es. Quizá lo que necesito es asumir que mi realidad -la que deseo- está en otra parte. En otros cuerpos. Y en otro olor.