jueves, 31 de enero de 2013

Errores fáciles (y apetecibles)

Lo de hoy ha sido un error. Sí, lo sé. No necesito que nadie me lo diga. Pero era un error demasiado fácil como para no cometerlo.

La culpa la ha tenido mi curiosidad, esa que me lleva -a pesar del tiempo que llevo en la discográfica- a seguir oyendo todas las maquetas que nos envían. La mayoría no son más que imitaciones del éxito del momento, pero a veces hay quien nos sorprende y hasta quien merecería ser producido y lanzado por nuestro sello, aunque Alejo -mi jefe- siempre mande a la mierda mis propuestas creativas y se quede solo con las que se ajustan a nuestro target (su palabra favorita).

Esta maqueta en cuestión no era nada del otro mundo, pero la foto que acompañaba el envío, sí que tenía algo especial. Y, como hace siglos que soy consciente de que no vendo música: vendo imagen, visualicé en ese chico de veintitantos la posibilidad de un posible fenómeno de fans. Algo con lo que plantar cara -y nunca mejor dicho- a la competencia.

El chico, que no se esperaba mi llamada, accedió a que comiésemos hoy juntos para hablar de su trabajo. Esperaba que aparecería con su agente, pero se encuentra tan verde en estas lides que todavía no tiene ninguno, así que he podido disfrutar, a solas, de su compañía...

Enseguida he notado que a él no le disgustaba la idea jugar conmigo. De lanzar frases ambiguas -bastante torpes, en realidad- con las que pretendía generar algo parecido a la seducción. A mí, sinceramente, casi me daba risa su ingenuidad, pero no podía dejar de mirar sus facciones -angulosas y varoniles-, su barba de tres días, su piel morena (me encantan los hombres con piel morena) y, cómo no, sus manos. Unas manos fuertes que prometían caricias y abrazos de alta intensidad.  Y a mí no hay nada que me excite tanto como unas manos capaces de sujetarme con la fuerza necesaria para que no me escape.

Él, consciente de que había dejado de escucharle a partir del segundo plato, se ha esmerado por forzar la postura de modo que la camisa marcara sus pectorales y ha flexionado, con un narcisismo absolutamente infantil, sus voluminosos brazos en más de una ocasión. No es que los chicos musculados me exciten especialmente -es más, los prefiero de formas algo más elegantes, que no menos viriles-, pero la idea de poseer a alguien que se ofrecía a mí por una simple cuestión de poder -el que yo tengo y el que él necesita- me ha resultado profundamente morbosa.

Era un error, desde luego. Porque ir a más podía interpretarse como abrirle una opción que, en realidad, no pienso darle. Sé que en la discográfica no están tan abiertos a los nuevos cantantes como yo lo estoy a los nuevos amantes. Pero también era algo que podía ocurrir allí y en ese mismo instante. Y él, eso lo sospechaba, se entregaría con furia, con la energía de esos veintitantos -joder, si es que casi le doblo la edad-, con la brutalidad con la que trataría de convencerme de que tengo que contratarle para poder seguir follándomelo.

He intentado evitarlo. Hasta he mandado un par de sms a Leo durante la comida con la esperanza de que me respondiera. De que el fantasma del matrimonio se interpusiera entre la fantasía erótica realizable -ejercer el poder y el sexo al mismo tiempo en un entorno absolutamente poco prudente- y la realidad sensata -abandonar el plan y comportarme como una mujer con los pies en la tierra.

Y no sé si ha sido la no respuesta de Leo, o la insistencia con la que mi acompañante rozaba mis piernas por debajo de la mesa, o la promesa de un cuerpo duro y firme contra el que restregarme y dejarme llevar durante unos minutos. No tengo claro cuál ha sido el desencadenante -¿acaso importa?-, pero sé que me he sorprendido yendo al baño. Lanzando una mirada con un calculado -y silencioso- sígueme. Sé que ha entrado -obediente- un par de minutos más tarde, que me ha subido hasta su cintura -que me ha excitado saber que, además de sumiso, también puede levantarme de un solo salto-, que me ha besado con una pasión abrupta donde no había más emoción que la sed de conseguir un éxito que yo no pienso darle. Y sé que me ha acabado apoyando contra la puerta del baño, bloqueándola, y que he sido yo quien le ha guiado en cada paso, quien ha decidido qué hacer con su sexo, quien se ha sentido dueña de su cuerpo, de cada centímetro de su piel, de lo que sucedía en ese mismo instante.

No ha sido un gran polvo. Se ha corrido demasiado deprisa y, aunque su erección de veinteañero daba para más, a mí me han faltado el tiempo y las ganas para repetir. No sé si he tenido, siquiera, un auténtico orgasmo. Pero sé que he seguido excitada durante toda la tarde. Que no he dejado de sentir ganas de revivir la escena. Que me ha gustado la idea de llevar otra vida más que sumar a la vida que ya vivo normalmente. Esa vida que me aburre, que no me sorprende, que quizá sea feliz pero que, hace tiempo, dejó de darme motivos para excitarme.

Ahora, sin embargo, cada vez que pienso en cómo me apretaba ese ambicioso cantante con sus muslos, en cómo empujaba con furia, en cómo conseguía mantenerme erguida sobre su cuerpo en una coreografía que tenía muy poco de sutileza y mucho de gimnástico, vuelvo a sentir algo que se parece mucho al deseo. O al morbo. O a las ganas de escribir este post para poder revivir cada segundo de esta comida en la que, sí, he abusado de mi posición, pero también él ha conseguido algo de placer a cambio. 

No voy a justificarme. Ni puedo ni creo que sea preciso. Sobre todo porque, tras esta primera vez, intuyo que una vez que he abierto esta puerta de las nuevas vidas, me va a ser muy difícil no sentir ganas de volver a cruzarla. 

Ya lo veremos.

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